Si la mar pudiera elegir.
Pepín Jiménez es matador de toros.
Mientras uno se torra al sol, que siempre parece caer más perpendicular que nunca, oye el jaleo de la gente bañándose, al niño de los de la sombrilla de al lado que huye de su madre y te pasa por encima medio camuflado de potito y el tuyo con mucha más confianza y mala idea te tira el agua de su cubo por la barriga y el recipiente ya vacío a la cabeza, hay que poner cara de resignación, con esa clásica y melancólica palidez y mirada perdida de actor de cine mudo y aguantar. Aguantar. Al fin y al cabo es todo normal. Muy normal.
Es entonces, cuando mirando el cansino y monótono ir y venir de las olas, propio de estas fechas, muy lejos de ese furor y braveza que generalmente presenta en otras estaciones, giras la cabeza y observas la bandera verde que ondea a modo de semáforo monocolor y que como éstos, dan vía libre. Vía libre para todo.
Parecen quedar muy lejos esos documentales televisivos que nos muestran enormes y constantes vertidos contaminantes al agua. Esto De la contaminación, como todo, cambia muchísimo cuando la perspectiva desde la que se observa es in situ, a cero metros sobre el nivel del mar y a tres o cuatro de distancia. La suciedad también se hace sensiblemente más perceptible al día siguiente de otro en el que hubo algo más de oleaje que de costumbre. Y, coincidiendo o no con las cabañuelas, uno se olvida de lo idílico de sus playas, clima y tierra cuando tras uno de esos agitados días debe atravesar lo que parece ser un secadero de algas de dos palmos de alto, que a modo de rompeolas ocupa la primera línea de costa. Cuando vas nadando y te tocan por detrás sin que haya nadie y mientras te esfuerzas por recuperarte del vuelco que te ha dado el corazón pensando que el que venía era el padre de tiburón, compruebas que solo era una bolsa de plástico. Cuando ya medio repuesto de lo anterior, al seguir braceando debes virar bruscamente a babor para evitar dar con el mascarón de proa contra una mierda que flota a sotavento, que al igual que los ícebergs lo peor lo traen bajo la línea de flotación.
Y cuando ya con precaución oteas y algo más allá adivinas otra extraña silueta que intuyes pudiera ser una tajada de sandía convenientemente despepitada, decides engancharte de nuevo a lo de los cubos de agua y a hacer hoyicos en la arena con los críos, que tampoco está mal, no sin antes tratar de quitarte como medio puedas el alquitrán que te ha alunarado el cuerpo y echado a perder el bañador.
Y vuelves otra vez a mirar la bandera de la playa pensando si lo mejor sería, aunque sólo fuese simbólicamente como tantas cosas, el que se prodigase más la colocación de banderas azules a lo largo de todas las costas con la intención, no de premiar la calidad de unas aguas, como se hace ahora, sino de simular la intervención de la ONU y de sus cascos azules mediando entre una parte muy activa y litigiosa y otra sufridamente agredida. Porque, no son esas pequeñas acciones abrasivas las que dañan notablemente este medio, ya que los organismos correspondientes se esfuerzan a diario en eliminarlas, sino las otras muchas y masivas decantaciones tóxicas e incluso radiactivas adiciones, que por muy blindadas que muchas de ellas vayan, son las que de forma brusca unas veces o latente otras, minan esos tres cuartos de superficie planetaria, con sus correspondientes simas.
Si por casualidad, con alguno de esos tantos inventos que a diario afloran en esta tan inteligente civilización, se le pudiese preguntar al mar el color que elegiría él para las banderas de sus playas y pudiese contestar, seguro que no sería el rojo, ni el verde, ni cualquier otro color el elegido para las banderas de sus costas. Optaría por el blanco. Bandera blanca. Gritando por una tregua que no llega, solicitando una honrosa capitulación o claudicando en una definitiva rendición, harto y asqueado de lo que tan a diario se le viene encima.
No es muy ético agredir al que
enarbola pabellón blanco, ¿verdad?
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