Siglo XX.
A este periodo que abarca todo el siglo XX se le denominó el Siglo de Oro de la Poesía Taurina y coincide con el llamado Siglo de Oro del Toreo, fue llamado siglo de oro de la poesía por ser este el siglo en el que se publicaron las antologías taurinas más importantes como las de José María de Cossío, la de Rafael Montesinos, la de Mariano Roldán o la de José Manuel Regalado, junto con poemas de autores como Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Fernando Villalón, Adriano del Valle o Manuel Machado, quien fuera el primer poeta del siglo en describir la fiesta de los toros entre los poetas de su generación, el poema titulado Fiesta Nacional, escrito en el año 1900 en París, traducido por Laurent Tailhade al francés y publicado ese mismo año en la ciudad francesa, antes de que lo hiciera en España donde vio la luz en 1906.
Federico García Lorca nació en el poblado
granadino de Fuente Vaqueros en 1898. Adscrito a la generación del 27, fue el
poeta de mayor influencia y popularidad de la literatura española del siglo XX.
Muy joven se instaló en una Residencia de Estudiantes madrileña, coincidiendo
con numerosos literatos e intelectuales. Allí empezó a florecer su actividad
literaria con la publicación de obras como “Libro de poemas”. En actualidad es
el poeta español más leído de todos los tiempos.
García Lorca incorporaba la tauromaquia al
mundo del arte y de la cultura respaldado por otros poetas como Pedro Salinas o
Gerardo Diego convirtiendo el toreo en un punto de referencia para la
producción poética, culminará su obra con la elegía Llanto por Ignacio Sánchez
Mejías, en homenaje al torero fallecido en el ruedo con quien el poeta tenía
una profunda amistad.
La
cogida y la muerte.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.
Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.
Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.
Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.
En las esquinas grupos de silencio
a las cinco de la tarde.
¡Y el toro solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.
Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde,
y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.
A las cinco de la tarde.
¡Ay qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!
La sangre derramada (Fragmento)
¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
¡Que no quiero verla!
La luna de par en par.
Caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras.
¡Que no quiero verla!
Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!
¡Que no quiero verla!
La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.
No.
¡Que no quiero verla!
Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.
¡Que no quiero verla!
Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.
¡¡Yo no quiero verla!!
Cuerpo presente (Fragmento)
La piedra es una frente donde los sueños
gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al
tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.
Yo he visto lluvias grises correr hacia las
olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la
sangre.
Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin
muros.
Ya está sobre la piedra Ignacio el bien
nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.
Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve,
se calienta en la cumbre de las ganaderías.
¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.
¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo
que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la
serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.
Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos:
los hombres que les suena el esqueleto y
cantan
con una boca llena de sol y pedernales.
Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas
quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se
pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.
Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los
peces
y en la maleza blanca del humo congelado.
Alma ausente.
No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.
No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.
El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y montes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.
Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.
No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que
nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.
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