26 abril 2007

¡AVE, CÉSAR!

Son bastantes los sectores de nuestra sociedad, y no digamos de la europea, que abominan o se sienten ajenos y distantes de todo lo que significa la Fiesta de los Toros. Pintan bastos, en definitiva, para algo que hasta hace muy poco tiempo fue consustancial con nuestra forma de ser y estar ante el mundo y la vida.
Como no podía ser menos, determinados movimientos sociales y partidos políticos hacen suyo este antitaurinismo y lo llevan o intentan llevar a las instancias parlamentarias o de poder sin que, por cierto, hayan conseguido hasta ahora grandes logros ni éxitos en su batallar, mas sin desmayar por ello y con un espíritu y constancia dignos de mejor causa.
Esta atmósfera hostil ha causado el nacimiento de una Plataforma para la Defensa de la Fiesta, en la que, junto a representantes del sector taurino, se agrupan y aglutinan una serie de intelectuales y hombres ilustres que pretenden divulgar y dar a conocer los valores, grandiosidad y esplendor contenidos en la corrida de toros, todo ello con el loable afán de tomar la iniciativa y pasar a la ofensiva dialéctica, y no sólo para limitarse a reaccionar ante los ataques recibidos.
Sin desmerecer éstas u otras iniciativas taurófilas, lo cierto y real es que no resulta tarea fácil llevar a los taurófobos al conocimiento y comprensión de algo que rechazan de plano, rechazo que, en la mayoría de los casos, no se sustenta sobre la racionalidad y el espíritu analítico, sino sobre fuertes sentimientos de aversión y repugnancia ante el espectáculo de la sangre y el sufrimiento del toro. Cuando sólo se percibe crueldad es casi imposible avistar o distinguir la belleza.
Además, y para acabar de complicarlo todo, la corrida de toros presenta las suficientes aristas, e incluso contradicciones, como para que esta labor proselitista no se vea entorpecida u obstaculizada en muchos casos; más aún, las miserias que los propios taurinos han inoculado en la Fiesta son el mejor escaparate y argumento para quienes intentan abolirla o anularla, ya que éstos aprovechan y resaltan los vicios taurómacos –unos reales y otros ficticios- y no detectan las virtudes, mientras que los amantes de la misma ensalzan tales virtudes y exigen acabar con las lacras y estigmas que la afean y degradan.
Lo cierto y real es que, por desgracia, manchas y claridades conviven en el espectáculo, y a veces, demasiadas veces, son más las sombras que las luces.
Pero también es cierto que cuando se atisba la luz desaparecen las sombras. Cuando la poderosa luz de la verdad que el toreo encierra aparece en todo su esplendor, todo se descubre en un momento.
El pasado 24 de abril se celebraba y televisaba una corrida de toros de la feria sevillana. La primera parte de la corrida podría constituir el mejor ejemplo de la anticorrida: toros flojos, bobalicones, sin raza, casta, poder ni bravura; el aburrimiento, el bostezo, lo plúmbeo era la nota dominante de la maldita tarde. Toros que no eran toros y toreros desesperados ante el más antitaurino de los muros: la falta del toro. La peor lacra de la Fiesta se hacía patente y presente una vez más. Sin toro no puede haber torero; cuando sale el toro siempre es factible que aparezca un torero.
Salió el cuarto toro y fue devuelto a los corrales por endeble y aun por su exasperante e insulso ir y venir. Todo hacía presagiar lo peor; el bochornoso espectáculo parecía empeñado en continuar para acabar con la santa paciencia de un público que siempre espera todo lo contrario: ver cómo se enfrenta un torero a un toro, a un auténtico toro.
El toro sobrero era un toro. Con la suficiente pujanza, acometividad y agresividad para calificarlo de tal. Un toro que pedía a gritos un torero de verdad, y ese torero de verdad estaba allí.
Estaba allí y logró en un santiamén convertir la plaza –el coro ansioso de emoción y belleza- en una explosión de entusiasmo y aclamación.
No usó más armas que las del valor y el valer. Desgranó con pureza y perfección el toreo de capa, lidió con esmero al animal y le plantó cara en la muleta con la autenticidad desnuda del toreo más hondo y rotundo: citar a distancia, cargar la suerte, exponer la femoral y adelantar la tela para que los pases fuesen completos y nunca semipases.
Ante tanta verdad, ante la sinceridad del auténtico reto que el torero planteaba al toro valiéndose sólo de las reglas o normas más puras y excelsas del rito, la luz se hizo patente y a todos nos encandiló.
Aquel hombre torero, cargado de millones, glorias y honores, sin necesidades ni penurias que cubrir, expuso limpiamente su vida y desafió al pujante toro con la tauromaquia más ortodoxa y arriesgada. Tanto fue el peligro, que resultó cogido de forma aparatosa y nos hizo temer que, por enésima vez, nuestras ansias de llegar a la victoria por la belleza se viesen frustradas.
Pero no, este torero -semidiós ya más que hombre- volvió al toro y desmenuzó una y otra vez el toreo más caro y difícil. Al llegar el instante supremo, citó a recibir y recetó, al segundo intento, una estocada antológica. La catarsis colectiva se desbordó y todos aclamamos y reverenciamos al autor de tan magna obra.
César Rincón, ese menudo y entrañable colombiano, lidió y mató así su último toro en Sevilla. César Rincón demostró su grandeza de excelsa figura del toreo. César Rincón hizo por el toreo y la Fiesta más que un millón de discursos, proclamas y conferencias.
¡Salve, César!

Almería, 25 de abril de 2007.
José García Sánchez.

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