Por Eduardo Pérez Rodríguez
Es profesor de la Universidad de Granada y representante de la Unión de Abonados de Andalucía en el Consejo de Asuntos Taurinos de Andalucía en marzo del 2001 fecha en la que escribió este articulo que me remite para su publicación a causa de lo que pasó en Granada en la pasada feria del Corpus. Despues vino el reglamento Soriano y la consolidación de las salidas al campo.
No hace muchos días, en unas jornadas taurinas auspiciadas por mi Universidad, oí ,en boca de un político metido a presidente de corridas de toros gracias a su condición de aficionado, que hay que "ir al campo para ver al toro en su sitio".
Pronunciaba esta frase defendiendo la tesis de que los equipos gubernativos y veterinarios, a través de los cuales se realiza, en gran parte, la intervención administrativa del Estado, deben desplazarse hasta las fincas ganaderas para comenzar allí el examen de los astados que después habrán de lidiarse en su plaza. Se trata, decía, de hacer un reconocimiento preliminar que permitiría disponer de más elementos de juicio al hacer el definitivo en las dependencias de la plaza de toros.
Esta opinión no es compartida por todos los miembros de esos equipos, sino que más bien al contrario, provoca un profundo cisma entre ellos. He tenido ocasión de oírlos debatir sobre el tema en varias ocasiones, y como resumen de la otra postura recuerdo la frase lapidaria con la que zanjó un debate un representante de los colegios de veterinarios. El tiempo transcurrido, y mi memoria deficiente, me impiden reproducir textualmente su opinión, pero aquel señor vino a decir que estaba de acuerdo con lo de ir a las ganaderías para realizar los reconocimientos siempre que la normativa escrita lo contemplase, junto con la asignación de dietas de viaje. Lo que sí recuerdo con toda nitidez, por motivos obvios, es que esa normativa debería contemplar con toda precisión "quién paga las putas".
Es evidente que a todo aficionado le gusta ir al campo para ver toros, le basta con sentarse en una peña y observarlos embelesado durante horas, y si además puede hablar con los vaqueros y conocedores, pues miel sobre hojuelas. De conversar con el propio ganadero y fotografiarse con él, puede llegar al éxtasis. Por eso es perfectamente comprensible que los presidentes como el que nos ocupa, que siempre están haciendo gala de su condición de aficionados, quieran ir al campo con cualquier excusa, aunque les cueste la gasolina, porque la comida no me lo creo.
Sin dudar de la honradez e insobornabilidad de nadie, creo que esta práctica limita, aunque sea subliminalmente, la libertad de los citados equipos a la hora de actuar oficialmente, porque lo de la visita al campo, por mucho que digan, lo hacen a título personal. Además propicia situaciones nada edificantes como la que presencié en la plaza de toros de Granada: un viejo rejoneador reprochándole, en público, al presidente la no concesión de la segunda oreja a su rubio hijo, también rejoneador, y gritándole " como te portas así con nosotros con lo bien que te tratamos en la finca cuando fuiste a visitarnos".
Por ello, como representante de los abonados y aficionados de Andalucía, me opongo frontalmente a ese tipo de visitas, y si alguien las efectúa, basándose en que no están prohibidas, nos dirigiremos al Delegado de Gobierno de la provincia correspondiente poniendo en cuestión la idoneidad de su nombramiento en años sucesivos.
Pero no eran estos los derroteros que yo quería seguir, sino otros mas amables. La frase "hay que ver al toro en el campo que es su sitio", me sugirió, por analogía, que el sitio de ver al torero debe ser su casa.
Esta idea, que en principio parece un dislate, se contrasta empíricamente analizando los contenidos de la prensa del corazón en cualquiera de sus modalidades. Se comprueba allí que lo que más interés concita de la vida de las figuras de la torería, no es su actuación pública, sino cuestiones estrictamente personales como, la nueva chica con la que sale de copas, el baño que se da en las playas del Caribe, o los detalles de su separación matrimonial. Estas cuestiones cada día mueven mayores cantidades monetarias, lo que indica que la evolución puede ir por esos derroteros.
Tras la mesa redonda donde se vertieron estas opiniones, llegó la reunión invernal con los amigos ante unas botellas de vino con sus correspondientes tapas, y mi organismo, acostumbrado a frutales cenas, se resintió. El sueño de aquella noche fue muy ligero, y en mi mente bullían estas ideas y la preocupación por el porvenir de los que no son figuras del toreo, ¿cual sería su sitio?. Puesto que no tienen acceso a esa feria de vanidades ¿que harían los aspirantes? Evidentemente, como lo que de verdad tiene interés es su vida privada, tendrían que limitarse a concursar en programas televisivos que la pusieran de manifiesto, al estilo del Gran Hermano. Aseándose, limpiando, cocinando, cantando, buscándose pareja y refocilándose con ella, demostrarían sus capacidades. El ganador obtendría el derecho a promocionar hacia la prensa rosa.
Esa promoción se llevaría a cabo en una ceremonia en la que el hombre coincidiera con el toro, para justificar así la condición que a partir de ahora se le va a adjudicar. Es sabido que si esta ceremonia se celebra en un lugar público puede aparecer gente retrógrada y montaraz que, amparándose en sabe Dios qué zarandajas, reventase el espectáculo exigiendo determinados comportamientos al hombre y animales, que en caduca terminología del siglo XX, diríamos bravos e íntegros. Los inconvenientes de esta opción son múltiples; además de poder resultar soez y desagradable, podría ocasionar alguna desgracia y lo que es peor, reportaría unos beneficios económicos despreciables, en comparación con la que a continuación se propone.
Lo ideal sería organizar algo elegante, sólo con gente guapa, en algún marco incomparable, como p.e algún cortijo con mucho sabor. El lugar debe ser de difícil acceso para controlar a los asistentes y poder vender la exclusiva del acontecimiento. Con el neófito alternarían figuras ya consagradas, la nobleza del toreo, que revalidarían la condición de torero y por ello los animales deberían ser jóvenes y agradables, pues tampoco se trata de incrementar inútilmente los costes del ganadero.
Como es lógico tendría mucho más interés un reportaje a todo color sobre una orgía corrida en esos bonitos parajes, pero hay que comprender la necesidad de obtener o revalidar la condición de torero, y lo que se trata es de aprovechar de forma lúdica, y rentable, esta ineludible situación por la que los protagonistas han de que pasar.
Jesulín de Ubrique cuando no salia en el color rosa.
Del toro, lo realmente interesante sería la forma de pacer o de abrevar (que es lo que hace en el campo, su sitio) y los aficionados más acérrimos observarían su embestida en las fotos de los tauro-saraos que otorgan o revalidan condición, para intentar adivinar su comportamiento ante un suculento carro de paja.
Del torero , y aunque parezca mentira, el aficionado continuaría emocionándose con su valor (al meterse en los terrenos de la ex cuando va a recoger a los vástagos el fin de semana), con su pinturería ( en el espejo al asearse), con su arte (al acompañar con la cintura el movimiento de la fregona) o con su tremendo oficio (al comprobar la inmensa cantidad gachís que puede meter en la canasta).
Hay gente que no considera de interés la vida privada de los demás: que el torero interesa cuando está toreando, y el toro cuando está embistiendo. Creen que su lugar es el tendido de la plaza pues es en el ruedo donde hay que ver tanto al toro , como al torero. También creen tener el papel del coro en las tragedias griegas, y que los criterios para juzgar la corrida de toros deben formarse en ese ágora, para irradiarse y guiar la actuación profesional de los protagonistas fuera de la misma, p.e. para ilustrar al ganadero sobre el tipo de selección que ha de hacer, y al torero sobre el toreo que ha de ejecutar. Esta peligrosa gente considera una perversión, y una manipulación inadmisible, que los susodichos criterios circulen en sentido contrario, es decir que sean ganaderos y toreros, lógicamente guiados por su comodidad y su rentabilidad, los impongan a la plaza sus ideas, aunque sea sutilmente. Esta gente es retrograda y va contracorriente, lo mejor es ignorarla . Su sitio sería algún recóndito lugar, quizá un manicomio, no vaya a ser que sus opiniones contaminen al resto bien comportado de la población.
Sobresaltado ante la posibilidad de verme en lugar tan inhóspito, desperté. Quedaron muchas otras cuestiones por imaginar, pero la que más me inquieta es: en esa situación futura ¿cual sería el sitio de los presidentes?
No hay comentarios:
Publicar un comentario