ALGO POR ALGO

Belmonte y Zuloaga.

ALGO POR ALGO
Por Agustín Hervás
Onda Cero Radio

Hay un libro que suelo tener muy pegadito a mi, para cuando la turba de la modernidad me sobrecoge, o los fantasmas de la demagogia me arrostran, al que vuelvo, si es menester, insistentemente. Lo escribió Natalio Rivas, aquel político liberal de principios del siglo pasado, que tanto bien hizo por la Alpujarra granadina y tanto más por los aficionados que en nuestro espíritu llevamos colgado la transparente tersura del velo del romanticismo. TOREROS DEL ROMANTICISMO le puso por título y su lectura constituyó para mí el mágico encantamiento de la autentica verdad de la fiesta brava.
Con ser una pedagógica lectura en su totalidad, mi primer descubrimiento lo obtuve en el prólogo. Nada más y nada menos que Juan Belmonte "el pasmo de Triana", fuera de su oral tartamudez, como es natural, suspendida por la ortografía de las letras, dio forma a las primeras páginas en las que encontré ideas superlativas que como es fácil deducir, nadie puso en práctica, quizás debido al imperante ombliguismo de este mundo tan controvertido. Una de estas ideas, por qué no, futurista para aquellos tiempos, fue la que transcribo a continuación:
"El mayor prestigio que se le hubiera dado a la fiesta habría sido tener un organismo oficial que se ocupara de ello. Quizá se hubiese llegado a la creación de una academia donde los toreros viejos y retirados -todos los toreros viejos debían ser retirados-, vestidos de chaqué, leerían sus discursos de ingreso y dogmatizarían sobre las normas taurinas, prefiriendo siempre las anteriores. Es posible que entonces la fiesta hubiese pasado las fronteras, transformándose de nacional en universal."
¡Claro!, futurista para aquellos tiempos y para estos. Sin embargo, ¡cuánto se ha perdido por no hacer caso del autentico revolucionario de toreo!
Esta cita a la que recurro, quizás con demasiada frecuencia, la hice mía desde aquel tiempo transitorio de tantas cosas, en el cual, los estudiantes de las tapias de las fincas ganaderas iban siendo sustituidos por concursantes colegiales de aprendices a señorito novillero. Aparecían, casi por ley, las escuelas taurinas, a las que siempre defendí, si con ello se ganaba cuanto menos en dignidad para los otrora llamados maletillas, y sobre las cuales se arrojaron las garras de los políticos, pretendiendo monopolizar esta parte de la cultura popular, y las otras garras, más afiladas, de los mercenarios del toreo, tropas formadas por indigentes taurinos, taurinos fracasados, profesionales venidos a menos, entre otros, que se erigieron en parte de un profesorado, que como el tiempo se ha encargado de decirnos, nada han explicado a los aprendices, sobre la filosofía pura de la muerte, sino que, atentando contra el orgullo propio del oficio, se han dedicado a explicar sólo la hilaridad del mismo.
Tenía razón Juan Belmonte en muchas cosas, y en esta también.
Escuelas taurinas que impartan clases de los diferentes niveles educativos más la asignatura de tauromaquia en sus vertientes teórica y practica, con profesores profesionales colegiados, en fin, y cuantos otros matices fueran necesarios para completar ciclos hasta llegar a la universidad, darían a este noble oficio de jugar con la muerte, la virtud del respeto, aunque las aristas se limaran con la experiencia que daría el paso del tiempo. Quid pro quo.