foto: museo taurino de Málaga
JOSÉ GARCÍA
Llegados a este punto, sería de justicia felicitar a cuantos antitaurinos hayan perseverado en la lectura y análisis de todo lo anterior, alabando su curiosidad intelectual y afán de comprensión pero sin hacerme excesivas ilusiones sobre su cambio de ideas; desde luego, ya me conformaría yo con instalar a más de uno en la perpejlidad y la duda.
Y para que esta duda sea más rica y compleja, para que resulte más fecunda y pueda llevarnos a alguna pequeña o grande certidumbre, es necesario abordar este epílogo a pie de obra.
Que el toreo sea algo mágico y espiritual no invalida el aspecto material, la prosaica realidad de la organización del espectáculo taurino, organización compleja y en la que interactuan los elementos esenciales que concurren en aquél. En definitiva, como en cualquier organización, se dan unas estructuras y unas relaciones de poder, no siempre adecuadas las primeras ni de intereses coincidentes las segundas.
Veamos: el toro, el ganadero, el torero, su apoderado, la empresa organizadora, el público y la afición, la Administración Pública, la crítica y los medios de comunicación...
Históricamente, el toreo nace como afición de nobles que alancean toros a caballo; los plebeyos que los auxiliaban se apoderan del espectáculo y crean la lidia a pie, que evoluciona desde el toreo sobre las piernas, respetando terrenos pertenecientes al toro y con la mirada puesta en la suerte fundamental de varas y en la suprema de matar, hasta el toreo de brazos y cintura, los pies quietos, donde todos los terrenos son del torero, ganando cada vez más en belleza plástica y configurándose la faena de muleta como la más esperada por el público. El toro, a su vez, de más fiero que bravo, pasa a ser más noble y bonancible que bravo y poderoso, se van perdiendo encastes históricos y casi todos pretenden el mismo tipo de toro: el que permita largas faenas de muleta.
El ganadero pierde su posición de privilegio y la gana el torero y su apoderado; el público aumenta de forma masiva, pero el núcleo de los aficionados es cada vez menor; éstos, a su vez, no forman un todo homogeneo en sus criterios sobre el toreo (quizás haya que escribir otra tauromaquía para cismáticos); las empresas intentan servir los gustos del público –no siempre de la escasa afición-, que en más de una ocasión es influido por noticias y opiniones de prensa, a veces ni relacionadas con lo taurino; la lacra del afeitado reverdece de cuando en vez, algunos toreros se pierden en la más absoluta vulgaridad y monotonía, y encima no dan paso a otros con, quizás, más ideas y espontaneidad, todo ello al amparo de fuertes empresas o apoderados; la Administración interviene en la Fiesta peocupada por el orden público y su auge popular, pero desdeñándola muchas veces desde su trasnochado pensamiento ilustrado, hasta que, por convicción y evolución histórica, ha acabado arbritando medidas de fomento –tímidas- del espectáculo, pasando previamente por la defensa de su integridad, por los derechos de los espectadores y por medidas "humanizadoras" de la corrida...y podríamos seguir.
Bien, pues a pesar de todo, el milagro del toreo se sigue produciendo. Algunas tardes, algunas veces, un toro se encuentra con un torero y nace el arte de torear. Es tan grande y hermoso que, hasta ahora, ha resistido crisis y embates. Las arremetidas antitaurinas nunca lo han dañado: las taurinas, sí.
Por esto y aquello, sed bienvenidos a la Fiesta los antitaurinos de pro, tanto si os manteneis en vuestras trece, como si abjuráis y os convertís en aficionados; en el primer caso serviréis de acicate a la Fiesta, en el segundo, seguro que defendereis ardorosamente la verdad que encierra.
Y a nuestros queridos taurinos, una sola petición: precaución y cuidado. Vosotros sí podéis acabar con el tinglado.
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