27 noviembre 2023

PROTAGONISTAS DEL TOREO: Enrique Ponce VI

 

Enrique Ponce. Foto de Avance Taurino. 

6 TOROS 6 / Nº 175

EDITORIAL

Enrique Ponce, hipótesis sobre lo "inexplicable"
No me referiré al récord alcanzado por Ponce al haber consumado 6 años seguidos toreando más
de 100 corridas de toros. Ni reflexionaré sobre la primera parte de su temporada, en la que
por mala suerte en los lotes -faltaría más- no triunfó en la Feria de Abril ni en San Isidro.
Además, ambos fracasos nos dieron un respiro y le dieron un simpático perfil humano.
Pero sí conviene detenerse en esta su última temporada, retener los datos más significativos
y tratar de extraer unas conclusiones, aunque sean humildes hipótesis, que permitan
explicarse la insólita rotundidad de sus triunfos. Afirmar, como dice su apoderado, "que es
una mente privilegiada" o postrarse ante el "milagro-Ponce", como hacen sus fervientes
partidarios, da idea de la dimensión adquirida por este torero, pero no explica nada.
Que Ponce haya matado "juanpedros", "gamerocívicos", "santacolomas", "victorinos", "miuras",
"villamartas", "condesos", más unos pocos de padre y madre casi desconocidos; que haya
triunfado tanto en plazas de primera, segunda y tercera; que se le haya visto tan fresco
y bozalón cuando empezaba como cuando terminaba el año; que no se haya quemado a pesar de
su extrema prodigalidad en plazas inconsecuentes y en excesivas aunque rentables
transmisiones televisivas; que se la jugara todas las tardes; que a todos los toros les diera
más de lo que merecían en un 99 por ciento de los casos -reconozco que ese 1 por ciento me
lo reprocharán los poncistas mientras viva-; que entre tanto triunfo hubiese más de 20 faenas
grandes, de elevado rango artístico; y que en más de 200 toros sólo recibiera una voltereta
en Zafra -significativamente en un molinete, suerte en la que se pierde la cara al toro en
la salida, momento preciso en que le levantó del suelo- es algo demasiado enigmático, digno
de explicación.
Procede, pues, hablar de toreo, de su intrincada, semoviente y misteriosa geometría. Hay que
hablar de esa geometría con alma en que se asienta el arte de torear, una ciencia evolutiva,
abierta a nuevos descubrimientos, a la que no podemos creer cerrada con su básico axioma de
parar, templar y mandar, pues sería como afirmar que las matemáticas se limitan a las cuatro
reglas.
Los verdaderos arquitectos del toreo son aquellos diestros que no se limitaron a ser sus
intérpretes, aunque fuera genial su interpretación, sino los que cambiaron o evolucionaron
la geometría del toreo. Enrique Ponce no es un inventor del toreo. No fundó los cánones,
como Belmonte; ni intuyó el toreo en redondo, como Gallito; ni impuso el toreo seriado, como
Chicuelo; ni basó el toreo ligado en redondo en el toque, el "pulseo" y el juego de muñeca,
como Manolete; ni descubrió la relación entre altura del engaño y mirada del toro, como
El Viti o Manzanares; ni destruyó los terrenos del toro, como Ojeda; ni tampoco empleó por
primera vez la caricia como arma de sometimiento, obra de Dámaso y Espartaco. Pero quizá sea
el valenciano quien, cuando termina la centuria, antologiza todos esos hallazgos y los aplica
con más deslumbrante y natural maestría.
Es pasmosa, por lo inmediata y calibrada, la exactitud con que acopla la altura del engaño a
la mirada del toro -clave fundamental de su seguridad-; apabulla el sutil y casi constante
cambio de terrenos, invisible para el público y eficaz para destruir las querencias del toro;
sorprende el equilibrio instantáneo que establece entre fuerza motriz del toro y distancia
del cite; entusiasma su maestría en combinar el cruce para motivar la embestida y el sitio
natural para ligarla; asombra el juego dialéctico entre el toreo por fuera y el toreo hacia
adentro, proceso que avanza a medida que se consuma la faena, incluso dentro de un solo y
largo muletazo, en el que la verdadera conjunción se produce al final, casi casi en el remate,
del mismo modo que sus faenas imponen el sometimiento por bajo y hacia adentro, generalmente
como postrer acto del toreo. Viendo tamaña maestría, lo primero que comprueba el espectador
atento a la lidia poncista es cómo la utilización exacta, en el tiempo y en el espacio, de
todos los recursos de la técnica de torear conducen fatalmente al toro a un único camino, el
de embestir al engaño, nada más que al engaño. Y esto, aunque el público no lo analice y sólo
lo presienta, hace que las más grandes y emotivas faenas de Enrique sean la extraídas al animal verdaderamente listo, armado y peligroso. O aquellas otras en que la bonancible embestida hace que el diestro abandone, aparentemente, su sabiduría y se entregue con temple al sentimiento deslizante del toreo.
Que Ponce pueda a todos los toros, que no le cojan casi nunca, que triunfe en cualquier plaza,
que su valor se acreciente con el tiempo no es un milagro. Lo explica él mismo todas las
tardes: su quehacer está preñado de todos los hallazgos técnicos del toreo moderno. Es el
torero sincrético por excelencia, el que mejor antologiza y casa las más diferentes geometrías
taurinas.
En consecuencia, vaticino que a partir de ahora su evolución será de obligatorio cariz
artístico.

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