PONCE EN ALMERÍA
6 TOROS 6 / Nº 163] EDITORIAL Hace dos años hablé de toros con Enrique Ponce y me sorprendió la clarividente sabiduría de
sus juicios, algo inusual en alguien tan joven a pesar de la maestría con que torea.
Comprobé que Enrique no solo tiene el don innato del toreo sino que lo ha profundizado
como muy pocos maestros, incluidos muchos de larga historia y avanzada edad. Me dijo, entonces, que hay una forma global de enjuiciar al toro, la del ganadero, y otra más
subjetiva y funcional, la del torero. Y al hablarme de esta última argumentaba que el toro se
define por cinco virtudes, o por cinco defectos: las antítesis de dichas virtudes.
De modo que el toro puede ofrecer al torero: fijeza (o probaturas, lo que indica sentido y
falta de entrega), recorrido (o cortas embestidas, con cabezazos o parones en el centro de la
suerte, o simplemente corto recorrido), fuerza (o debilidad que le impide emplearse, lo que se
traduce en defensa con las manos altas), humillar (o agresiones con la cara alta, lo que
evidencia menos bravura y entrega), repetición (o embestidas discontinuas e interrumpidas,
lo que entorpece el temple y la continuidad cadenciosa del toreo).
Pero lo más interesante de esta clasificación poncista es que no pretendía ser conceptual
ni completa, sino un análisis eficaz para la práctica del toreo. Y aseguraba que uno de los
placeres del bien torear reside en valorar qué virtudes y qué defectos presenta cada toro,
pues raro es el animal que únicamente aúna las cinco virtudes o los cinco defectos.
En su opinión, la maestría del torero reside, durante la lidia, en saber trabajar las virtudes
que ofrece el toro, tirar de ellas de tal manera que, imperceptiblemente, las virtudes
expresadas sean capaces de ir puliendo los defectos hasta terminar por convertirlos en
virtudes. Visto así, el arte de torear se presenta como una taumaturgia capaz de metamorfosear los
comportamientos del toro, como una acción de placer y ciencia, de estética y técnica, cuyo
objetivo final reside en un acto de aparente magia, pues obra la maravilla de hacer bueno lo
malo, cadencioso lo violento, brava la mansedumbre y noble el resabio. Me decía Ponce aquella noche -acababa de dar una charla en Casa Patas para los aficionados
universitarios de Madrid- que un torero medio ha de saber torear a un toro con dos defectos y
tres virtudes, que un buen torero ha de hacer bueno al toro con tres defectos y dos virtudes,
que un gran torero ha de torear al toro con cuatro defectos y una sola virtud y que es
imposible torear a un toro que sólo tiene defectos. No tenía razón. Al menos cuando de él se
trata. Y me remito a la tarde de su reciente mano a mano con Joselito, en Vitoria, donde a
tres toros que, a mi modo de ver, presentaban un largo catálogo de defectos, con la única
-pero inservible- virtud de una irregular nobleza, apenas dicha alguna vez e inmeditamente
contradicha, le suministraron material suficiente para imponerles tres grandes faenas. Del cabezazo defensivo obtuvo recorrido largo; del toro que desparramaba la vista, fijeza;
del que empezó cayéndose, fuerza; del que agredía a trompicones, cadencia y continuidad;
al que se rajaba buscando querencia, determinación y permanecer en el sitio; del que se
defendía con la cara alta y echando las manos por delante, humillación y entrega.
Su tarde fue un prodigio. La elección de los terrenos, la distancia de los cites,
la dimensión de los pases, la colocación -cruzada o al hilo-, la altura de los engaños
(al principio la demandada por el toro; después, la que él quería) fueron el andamiaje
secreto, la técnica pudorosamente oculta que sostuvo la belleza plástica de su toreo.
Un toreo de gran calado, pleno de sustancia, poderoso de argumento -ningún pase era gratuito,
todos cumplían al unísono una función técnica y estética- que produjo la impresión de lo
milagroso, como si el toreo obrara mágicamente sobre las condiciones del toro. Y en verdad,
resultaba inconcebible tal rapidez y profundidad de pensamiento taurino. A cada pregunta, a
cada acoso, a cada renovado problema del toro, la respuesta exacta e inmediata. Incluso la
respuesta adivinatoria, la que preveía lo que ni el toro sabía que iba a hacer. Memorable.
Una lección memorable, una sinfonía del toreo. Y las estocadas, exactas. Planteadas a la
distancia que se había toreado, con el temple que se había toreado y, en algún caso, previendo
la postrera inhibición del toro, ayudando a la suerte con un pequeño salto. Son muchas las conclusiones que se pueden extraer de la pletórica tauromaquia de Enrique.
Pero he de mencionar una virtud torera oculta por su deslumbrante capacidad. Nadie puede
torear con tal entrega, tan olvidado de sí, tan lúcido, si su valor no raya con lo irreal.
Es posible que el valor de Ponce tenga un componente doble, el valor que le brota naturalmente
y el que granjea su monstruoso conocimiento del toro. Fantástica paradoja: un valor tan
grande que no se ve. Rindámonos a Enrique, un torero al que ya no hacen falta referentes. Su paradigma es el mismo
Ponce.
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