Mario Vargas Llosa habló así en un acto que organizó la entonces llamada Plataforma para la Defensa de la Fiesta en el año 2006.
La transcripción de aquellas palabras la realizó para la RED Santiago Vidal Smith.
"Los enemigos de la Tauromaquia se equivocan creyendo que la fiesta
de los toros es un puro ejercicio de maldad en el que unas masas
irracionales vuelcan un odio atávico contra la bestia. En verdad,
detrás de la Fiesta, hay un culto amoroso y dedicado en el que el
toro es el rey, el ganado de lidia existe porque existen las
corridas y no al revés, si la fiesta desaparece, inevitablemente
desaparecerán con ella todas las ganaderías de toros bravos, y estos
en vez de llevar en adelante la bonancible vida vegetativa,
deglutiendo yerbas en las dehesas y apartando a las moscas con el
rabo que les desean los abolicionistas, pasarán a la simple
inexistencia; y me atrevo a suponer que si se les dejara de elección
entre ser un toro de lidia o no ser, es muy posible que los
espléndidos cuadrúpedos, emblema de la energía vital desde la
civilización cretense, elegirían ser lo que son ahora en vez de ser
nada.
Si los abolicionistas visitaran una finca de ganado de lidia, se
quedarían impresionados al ver los infinitos cuidados, el esmero, y
el desmedido esfuerzo, para no hablar del coste material que
significa criar a un toro bravo desde que está en el vientre de su
madre hasta que sale a la plaza y de la libertad y privilegios que
goza. Por eso, aunque a algunos les parezca paradójico, solo en los
países taurinos, como España, Francia, México, Venezuela, Colombia,
Ecuador, Perú y Portugal, se ama los toros con pasión, por eso
existen estas ganaderías que con matices que tienen que ver con la
tradición y las costumbres locales, constituyen toda un cultura que
ha creado y cultiva con inmensa dedicación y acendrado amor una
variedad de animales sin cuya existencia, una muy significativa
parte de la obra de un García Lorca, un Hemingway, un Goya, un
Picasso, para citar solo a cuatro de la larguísima estirpe de
artistas de todos los géneros para los que la fiesta ha sido fuente
de inspiración de creaciones maestras, quedaría bastante empobrecida.
¿Es más grave en términos morales la violencia que puede derivar de
razones estéticas y artísticas que la que dimana del placer
ventral?, me lo pregunto después de leer un impresionante artículo
de Albert Boadella (ABC 18-4-04) acusando de fariseos a quienes
horrorizados por las crueldades taurinas piden que se cierren las
plazas, y que no tienen empacho sin embargo en atragantarse de
sabrosas butifarras catalanas. ¿Que requiere la elaboración de la
cualidad de esta exquisita delicatessen mediterránea?, que dos
millones de cerdos vivan toda su vida en apenas dos metros
cuadrados, mientras intentan
encumbrar constantemente sus patas
sobre unas rejas por las que fluyen sus excrementos, su único
movimiento posible, se reduce a inclinar ligeramente la cabeza para
comer pienso, ya que el transporte al matadero se efectúa en
idénticas condiciones.
No solo los cerdos son brutalmente torturados para satisfacer el
caprichoso paladar de los humanos, prácticamente no hay animal
comestible que a fin de aumentar el apetito y el goce del comensal,
no sea sometido sin que a nadie parezca importarle mucho, a una
barroca diversidad de suplicios y atrocidades, desde el hígado
artificialmente hinchado de las aves para producir el sedoso paté,
hasta las langostas y los camarones que son echados vivos al agua
hirviendo porque al parecer, el espasmo agónico final que
experimentan achicharrándose
condimenta su carne con un plus
especial, y los cangrejos a los que se amputa una pata al nacer para
que la otra se deforme y agigante y ofrezca más alimento al refinado
degustador.
Qué decir de la caza y de la pesca, deportes tan extendidos como
prestigiosos en los cinco continentes; es verdad que en los países
anglosajones, hay periódicas campañas contra la caza del zorro,
animal que es despanzurrado por millares en cada estación apenas se
levanta la veda por el puro placer del cazador de matar a balazos un
animal cuya carne no se va a comer y con cuya piel no se va a
abrigar, pero también se cierto que si su reproducción no fuera de
algún modo contenida dentro de ciertos límites, terminaría
provocando verdaderas catástrofes ecológicas. Y en cuanto a la
pesca, actividad que hasta ahora que yo sepa, con la sola excepción
de la caza de ballenas, no ha movilizado en su contra a los
militantes del frente de defensa animal ni a los pacifistas a
ultranza. Recomiendo a los amantes de literatura sádica y sobre todo
a los practicantes del sadismo, leer un artículo donde Luis María
Ansón ("La pesca recreativa y
las corridas de toros", "La Razón" 28-
11-2004 ) describe los pormenores de la pesca del lucio en un río
que caracolea entre las montañas suizas. Aunque es diferente, no
corre la sangre, la operación es de un refinamiento en el ejercicio
de la crueldad que pone los pelos de punta, sobre todo al final de
la larga agonía cuando el pez, con el paladar ya destrozado por el
anzuelo de triple punta, va muriendo asfixiado con los ojos saltados
y atónitos entre coletazos que se apagan en cámara lenta.
Mal de muchos consuelo de tontos, no estoy tratando de demostrar
nada con estos ejemplos que se podrían alargar hasta el infinito,
sino diciendo que si se trata de poner un punto final a la violencia
que los seres humanos infringen al mundo animal para alimentarse,
vestirse, divertirse y gozar,
ideal perfectamente legítimo, sin
duda sano y generoso, ofrece tremebundas consecuencias, habrá que
hacerlo de manera definitiva e integral, sin excepciones y a la vez
sacrificando al mismo tiempo los toros y los zoológicos y por
supuesto los placeres gastronómicos especialmente los carnívoros y
las pieles, y todas las prendas de vestir y utensilios, objetos de
cuero, piel y pelambreras y hasta las campañas de erradicación de
ciertas especies, de insectos y alimañas. ¿Qué culpa puede tener el
anopheles hembra de transmitir el paludismo, la rata la peste
bubónica y el murciélago la rabia?,
¿se extermina acaso a los
humanos portadores del sida, la sífilis o del contagioso catarro?,
mejor que el mundo alcance esa utópica perfección en la que hombres
y animales gozaran de los mismos derechos y privilegios, aunque
claro está no de los mismos deberes, porque nadie hará entender a un
tigre hambriento o a una serpiente malhumorada que se ha prohibido
por la moral y por las leyes
madrugarse a un bípedo o fulminarlo de
un picotazo. Mientras no se materialice está utopía, seguiré
defendiendo las corridas de toros por lo bellas y emocionantes que
pueden ser, sin por supuesto, tratar de arrastrar a ellas a nadie
que las rechace porque se aburre, o porque la violencia y la sangre
que en ellas corre le repugna.
A mi me repugnan también pues soy una persona más bien pacífica, y
creo que le ocurre a la inmensa mayoría de los aficionados, lo que
nos conmueve y embelesa en una buena corrida, es justamente que la
fascinante combinación de gracia y sabiduría, arrojo e inspiración
de un torero y la bravura, nobleza
y elegancia de un toro bravo,
consiguen en una buena faena, en esa misteriosa complicidad que los
encadena, eclipsar todo el dolor y el riesgo invertidos en ella,
creando unas imágenes que participan al mismo tiempo de la
integridad de la música y del movimiento de la danza, la plasticidad
pictórica del arte y la profundidad efímera de un espectáculo
teatral. Algo que tiene de rito e improvisación, y que se carga en
un momento dado de religiosidad, de mito y de un simbolismo que
representa la condición humana, ese misterio de que está hecha esta
vida nuestra, que existe solo gracias a su contrapartida que es la
muerte.
Las corridas de toros nos recuerdan dentro del hechizo en que nos
sumen las buenas tardes, lo precaria que es la existencia y como
gracias a esta frágil y perecedera naturaleza que es la suya, puede
ser incomparablemente maravillosa.
Mario Vargas Llosa
Plataforma para la defensa de la Fiesta Brava
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