31 marzo 2023

LA POESÍA EN LA HISTORIA DE LA TAUROMAQUIA: NICOLÁS FERNÁNDEZ DE MORATÍN.

 


Nicolás Fernández Moratín fue uno de los pocos intelectuales del siglo XVIII interesados en la tauromaquia. Nació en Madrid 20 de julio de 1737 en el seno de una familia hidalga, de origen asturiano. Estudió en La Granja (Segovia) y en el colegio de los jesuitas en Calatayud, y posteriormente Derecho en la Universidad de Valladolid. Ejerció la abogacía en Madrid y entró al servicio de la reina Isabel de Farnesio como ayuda de guardajoyas. Moratín fue un poeta, prosista y dramaturgo español, es el iniciador de la poesía taurina reconocida como un género o subgénero preciso dentro de la poesía del siglo XVIII y fundó la tertulia de la “Fonda de San Sebastián”, donde solo se permitía hablar del teatro, amores, versos y toros. A la tauromaquia dedico varios poemas, uno de los más conocidos es el titulado “Fiesta de toros en Madrid” del cual incluimos varios fragmentos:


Vinieron las moras bellas

de toda la cercanía,

y de lejos muchas de ellas,

las más apuestas doncellas

que España entonces tenía.

El ancho circo se llena

de multitud clamorosa

que atiende a ver en su arena

la sangrienta lid dudosa,

y todo en torno resuena.

La bella Zaida ocupó

sus dorados miradores

que el arte afiligranó,

y con espejos y flores

y damascos adornó.

Añafiles y atabales,

con militar armonía,

hicieron salva y señales

de mostrar su valentía

los moros más principales.

No en las vegas de Jarama

pacieron la verde grama

nunca animales tan fieros,

junto al puente que se llama,

por sus peces, de Viveros,

como los que el vulgo vio

ser lidiados aquel día,

y en la fiesta que gozó,

la popular alegría

muchas heridas costó.

Salió un toro del toril

y a Tarfe tiró por tierra,

y luego a Benalguacil,

después con Hamete cierra,

el temerón de Conil.

Traía un ancho listón

con uno y otro matiz

hecho un lazo por airón,

sobre la inhiesta cerviz

clavado con un arpón.

Todo galán pretendía

ofrecerle vencedor

a la dama que servía;

por eso perdió Almanzor

el potro que más quería.

El alcaide, muy zambrero,

de Guadalajara, huyó

mal herido al golpe fiero,

y desde un caballo overo

el moro de Horche cayó.

Todos miran a Aliatar,

que aunque tres toros ha muerto,

no se quiere aventurar,

porque en lance tan incierto

el caudillo no ha de entrar.

Mas viendo se culparía,

va a ponérsele delante;

la fiera le acometía,

y sin que el rejón la plante

le mató una yegua pía.

Otra monta acelerado;

le embiste el toro de un vuelo,

cogiéndole entablerado;

rodó el bonete encarnado

con las plumas por el suelo.

Dio vuelta hiriendo y matando

a los que a pie que encontrara,

el circo desocupando,

y emplazándose, se para,

con la vista amenazando.

Nadie se atreve a salir;

la plebe grita indignada;

las damas se quieren ir,

porque la fiesta empezada

no puede ya proseguir.

Ninguno al riesgo se entrega

y está en medio el toro fijo,

cuando un portero que llega

de la Puerta de la Vega

hincó la rodilla y dijo:

«Sobre un caballo alazano,

cubierto de galas y oro,

demanda licencia urbano

para alancear a un toro

un caballero cristiano».

Mucho le pesa a Aliatar;

pero Zaida dio respuesta

diciendo que puede entrar,

porque en tan solemne fiesta

nada se debe negar.

Suspenso el concurso entero

entre dudas se embaraza,

cuando en un potro ligero

vieron entrar por la plaza

un bizarro caballero.

Sonrosado, albo color,

belfo labio, juveniles

alientos, inquieto ardor,

en el florido verdor

de sus lozanos abriles.


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